La guerra, según el adagio, es “un infierno”. ¿Pero qué pasa con la guerra en vídeo? Los sondeos muestran que muchos estadounidenses están cada vez más hartos de la intervención militar de EE.UU. en Iraq y Afganistán. Pero, paradójicamente, prosperan las ventas de juegos de guerra en vídeo como Call of Duty, que permite que los consumidores se conviertan en “cibersoldados”, apretando el gatillo contra “terroristas” al estilo de los talibanes en guerras a las que supuestamente se oponen en la vida real.
¿Son ambivalentes los estadounidenses respecto a los conflictos sucios, moralmente ambiguos, que les impone el Pentágono?
O tal vez, de un modo muy parecido a devotos feligreses que despotrican contra el pecado y el adulterio mientras navegan en secreto en busca de pornografía o participan en sexo ilícito, saben en lo profundo de su ser que esas guerras son malas pero, a pesar de ello, fantasean con participar en ellas desde su sala de estar.
Si piensas que sólo los catastrofistas y skinheads compran esos juegos, echa una mirada a las ventas. Call of Duty: Black Ops, la tercera parte de la nueva y popularísima serie Call of Duty, apareció hace sólo unos meses. Su volumen de ventas ya ha sobrepasado el de su enormemente exitoso predecesor: Call of Duty: Modern Warfare 2.
De hecho, sólo en los primeros cinco días en el mercado, los ingresos por ventas generados por Black Ops excedieron los 650 millones de dólares, batiendo el previo récord global de cinco días para películas, libros y otros juegos en vídeo populares como Grand Theft Auto. Evidentemente, los estadounidenses –hombres y mujeres, adultos y jóvenes– son “adictos”.
Y Blacks Ops no sólo permite que mates, sino como sugiere su nombre, que participes en actividades clandestinas de dudosa conformidad con las reglas establecidas de la guerra. El abuso de prisioneros en cárceles secretas no forma parte del menú, pero sí incluye el asesinato de informantes y los ataques contra cuadros políticos. Después de todo, forman parte integral de cualquier campaña moderna de contrainsurgencia.
Sin embargo, esas son precisamente las actividades que han causado tantos problemas a los soldados de EE.UU. –y a la nación en su conjunto– y provocan llamados a que se retiren.
Activision, fabricante de Black Ops y sus predecesores, promueve agresivamente el juego con costosos anuncios de 60 segundos que aparecen en la televisión nacional en el mejor horario. Muestran a celebridades populares como la estrella de Los Angeles Lakers Kobe Bryant, destruyendo puertas y eliminando “al enemigo” en un combate casa por casa sorprendentemente vívido y brutal.
¿El título de esos anuncios? “En CADA UNO DE nosotros vive un soldado”. Y hablemos de “llevar la guerra a casa”.
El daño físico de jugar juegos de guerra en vídeo es, claro está, relativamente pequeño. En el peor de los casos un aumento de la presión sanguínea, ojos nublados, una muñeca tensa por el exceso de celo. Pero, ¿su impacto sobre nuestra psique nacional? Es donde se libran y ganan las guerras de consumidores, y hay que calcular sus verdaderos costes.
¿Contribuyen los juegos como Black Ops a una aceptación subyacente de la contrainsurgencia global –convenientemente reembalada como “contraterrorismo” anti-al-Qaida– y de alguna manera vinculan psicológicamente a los estadounidenses a la guerra perpetua, mientras insensibilizan a muchos contra sus horrendos efectos?
Algunos psicólogos liberales han argumentado desde hace tiempo que la violencia mostrada en la televisión tiende a generar violencia en la vida de todos los días. ¿Y esos asesinos adolescentes en Columbine High School? Todos sabemos que tramaron su complot asesino basándose en escenarios que estudiaron una y otra vez en los violentos juegos de vídeo que jugaban.
Por cierto, los estadounidenses no andan por las calles quemando mezquitas o capturando a presuntos fundamentalistas islámicos y sus familias –al menos no todavía-. Pero en caso de un futuro ataque terrorista en suelo de EE.UU., ¿podría pasar que estadounidenses normalmente apacibles vieran aparecer su “Rambo interior”?
Los planificadores de la guerra del Pentágono deben de estar encantados. Todavía no pueden iniciar un proyecto, y el Congreso no declarará formalmente la guerra. Pero tal vez han hallado una manera más sutil e incluso más efectiva de unir a los estadounidenses –ensangrentando sus manos por control remoto– en la inmundicia inevitable que los planificadores gustan ahora de llamar la guerra de “cuarta generación”.
También es escalofriante que estos nuevos juegos caseros de fantasía bélica parezcan asemejarse a la naturaleza cada vez más remota, de alta tecnología insensibilizada, de la participación real de EE.UU. en guerras en el extranjero.
Por ejemplo la escalada de la campaña de ataques de drones dirigida por la CIA y el Pentágono contra presuntos refugios talibanes en Pakistán. Se ha convertido en lo último en el esfuerzo bélico de EE.UU. en todo el “teatro” afgano, que permite que las fuerzas de EE.UU. limiten sus bajas en tierra mientras soslayan la supuesta incompetencia y conflicto de lealtades de sus “aliados”.
Pero los directores de esas campañas no trabajan desde Kabul o Islamabad, sino en alguna lujosa oficina en la central de la CIA en Langley, Virginia, o en una central del Comando de Operaciones Especiales en el sur de Florida. Y aunque su equipo de espionaje es más sofisticado que un juego de vídeo, como el “cibersoldado” de la actualidad, pueden devolver el golpe, identificar objetivos, y disparar –y sus “muertes” a larga distancia son simples imágenes en una pantalla.
La CIA y el Pentágono incluso llegan a competir entre ellos, de un modo muy parecido al de participantes en juegos como Black Ops.
Pero, claro está, esos ataques matan –y no sólo soldados. Comandantes estadounidenses como David Kilcullen, un reconocido experto en contrainsurgencia, han testificado que la mayoría de las víctimas de ataques de drones de EE.UU., que han aumentado fuertemente en los últimos meses, son civiles. Algunos podrán ser miembros de familias de combatientes o personal de apoyo desarmado, pero en su mayoría son civiles que no tienen participación alguna en las hostilidades –conocidos como “daños colaterales” en el lenguaje bélico del Pentágono.
Por lo tanto, el aumento de los juegos de guerra en vídeo podría formar parte de una macabra “convergencia” de algún tipo. Y la línea divisoria entre “civiles” y “militares” –tanto en el terreno como en EE.UU., que ahora parece incluir al cibermundo, se hace más y más confusa. Eso significa que también se hace más difícil definir y medir nuestra complicidad –y asignar la culpa moral.
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